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Sunday, May 2, 2010

La caballería de los galos fue la espina dorsal de la caballería pesada de Aníbal y le dio superioridad numérica en las primeras campañas italianas. Su ausencia en Zama pudo haber sido mucho más importante de lo que se piensa. Los jinetes galos también eran muy apreciados por los romanos, tanto es así que, junto a los españoles, sustituyeron totalmente a los jinetes romanos en la época de Mario, Sila y César.

La típica montura “de cuernos” que utilizaban los romanos era de invención céltica, y, pese a lo que los germanos los tratasen peyorativamente por utilizar sillas, fue muy útil y se expandió también a otros grandes jinetes; consta su uso por los arqueros partos. No es de extrañar que haya llegado a ellos a partir de la migración gálata. La evidencia arqueológica es indiscutible, pero más interesante nos resulta colegir la utilidad de dicha montura combinada con el uso del arco cuando aún no se conocían los estribos.

Las vestimentas celtas eran de variados colores, cuadriculadas muchas veces, como los tartanes de los escoceses, con pantalones largos y túnicas de manga larga. Cuando no iban desnudos, los celtas solían llevar pantalones que ataban por encima de sus tobillos y calzado cerrado, aunque también utilizaban unas trusas por debajo de la rodilla, como las que usaron en épocas posteriores los legionarios auxiliares de la Roma imperial.


A veces se dejaban puestas las capas cuando se quitaban las túnicas para combatir, pero conservaban la túnica larga debajo de las armaduras de anillos para defender el cuerpo del roce de la propia armadura. Además portaban collares macizos que doblaban alrededor del cuello, y cuyos extremos delanteros remataban en dos pequeñas esferas, también metálicas. Esa clase de adorno se utilizaba además en forma de brazalete. Resulta curioso que los galos, siendo grandes difusores de armamento, combatieran desnudos o sin él.

La imagen del galo es inseparable de la de sus largos mostachos, caídos hacia los costados de la boca o curvados hacia arriba para impresionar. Tal como lo hacían con el pelo. Son raros los galos lampiños y también los de barba completa. Los peinados de guerra, estirando los cabellos artificialmente con lodo seco para inspirar pánico a los enemigos, no evitaban que usaran también una gran variedad de cascos. El más expandido fue seguramente el tipo montefortino, con carrilleras adornadas de tres discos. Usaban plumas, a veces combinadas con largos soportes metálicos y colgantes de crin, así como algunas crestas de crines parecidas a las que utilizaban los legionarios romanos y toda clase de adornos metálicos, generalmente zoomorfos (jabalíes, pájaros). Se conserva un casco galo recogido en Trasimeno de largas alas transversales, seguramente muy incómodo para la pelea y probablemente perteneciente a algún jefe o jinete.

También adornaban sus cascos con cuernos metálicos, con crestas centrales y con alas metálicas, tal como los adornos que solemos asociar con los vikingos, quienes curiosamente usaban más bien cascos lisos y nunca cuernos. Adoptaron los celtas muchas veces cascos de sus vecinos griegos y no usaban demasiada protección en la parte anterior de la cara, con la excepción de algún nasal y la mencionada de máscaras de protección en las tropas de Oriente.

El elemento ligero de la infantería era provisto más bien por los guerreros jóvenes y novatos, que utilizaban escudos algo más livianos, redondos o hexagonales y puñados de jabalinas. En el uso ligero se descartaba la típica espada celta a favor de una daga o espada corta. Las vainas de los celtas eran de hierro y pendían de un cinturón, muchas veces con adornos metálicos, del lado derecho, al igual que sus vecinos romanos.

Raramente se valían de arqueros, pero los arcos eran cortos y se usaban más bien para la caza. Había honderos y las fortificaciones celtas muestran todavía hoy yacimientos de piedras empleadas como munición en caso de asedio.

Los estandartes celtas eran metálicos, con esculturas que representaban animales tales como ciervos, jabalíes, toros, gallos, así como también motivos geométricos. El asta de madera iba rematada en su parte inferior de una extremidad metálica en forma de lanza, que servía tanto en el combate como para clavar la insignia en el suelo al estilo romano.

Los músicos celtas utilizaban cuernos, con forma de tales, o el largo y estilizado carnyx que remataba en la figura de un animal con la boca abierta; por esa hendidura salía el aire del instrumento que luego copiarían los romanos.

Estos guerreros se proveían de armamento en forma asistemática y no existe un punto de inflexión entre las jabalinas, las lanzas cortas arrojadizas y las largas de empuñar. Las puntas de las lanzas eran de la más variada gama, muchas eran sumamente largas y predominaban las de forma de hoja lanceolada, más bien anchas en su parte media y de punta fina y estirada. Las lanzas tenían una contera metálica en punta aguda que servía eventualmente en caso de rotura, tal como en las lanzas griegas.

El largo de la espada celta era de unos 90 centímetros. Su empuñadura tenía guardamanos pequeña y remataba en dos bulbos o protuberancias posteriores, reminiscencia de las viejas espadas de antenas. Las vainas solían ir rematadas por adornos o refuerzos de bronce. Pese a los ornatos, o sumado a ellos, gran parte de su secreto era impresionar al enemigo.


Sunday, April 25, 2010

Fueron sin duda el enemigo más belicoso y tradicional de los romanos. Impredecibles y temperamentales, estos duros guerreros reflejaban en el combate su forma de ser. Decían de ellos sus enemigos romanos que eran más que hombres cuando comenzaba la batalla y menos que mujeres cuando terminaba. La expansión de los celtas llegó hasta Oriente, donde se establecieron en la región gálata y se constituyeron en magníficos grupos de mercenarios al servicio de los sucesores de Alejandro. Estos celtas orientales combatían en un orden más cerrado que sus vecinos occidentales y tenían una superior caballería. Mantuvieron el uso de sus carros y adoptaron rápidamente los carros falcados persa helenísticos. Volveremos sobre ellos cuando tratemos las campañas de los romanos contra macedonios y seléucidas.

El guerrero galo es un combatiente de espada larga de dos filos (que sirve más para cortar que para usar la punta en forma ofensiva), que acostumbraba blandir sobre la cabeza. Se cubría con un escudo algo más ligero que el romano y plano, de forma oval, hexagonal, u oval con bordes rectos; las formas ovales son las que derivan en el thureos helenístico, con el que iban a ser equipadas las tropas de infantería ligera; pero el agarre central de estos escudos era más cómodo que la agarradera doble de los escudos griegos, y el modelo se usó también en las tropas de caballería cuando éstas adoptaban escudos redondos.

En Occidente los escudos celtas solían tener la spina central y refuerzo metálico en cruz, con un bulbo o protuberancia menor en la parte del agarre. Los escudos celtas se encontraban ricamente decorados y pintados con variados colores. Estos esquemas se simplificarían al incorporarse a la panoplia helenística.

Hablar de un gálata entre los sucesores de Alejandro es casi lo mismo que hablar de un mercenario de infantería ligero que forma en orden cerrado, o incluso de una variante moderna del hoplita, con armadura pesada, pues llegaron a usar corazas musculadas y hasta cascos con máscaras faciales metálicas, al estilo de los catafractarios orientales.

En Occidente también había tribus de mercenarios, siendo la más conocida la de los gaesati (las gaesas eran las jabalinas pesadas con forma de hoja de árbol ondulada en los bordes). Los gaesati solían combatir totalmente desnudos y desafiar al enemigo antes del combate. El caso más famoso es el de la batalla de Telamón, donde un ejército galo fue exterminado al ser rodeado por dos ejércitos romanos. Allí los galos combatieron “como hombres” hasta el final, y sus armas capturadas sirvieron durante las guerras púnicas para que los romanos pudieran formar legiones penales con presos liberados.


Hábitos de combate y atuendos


Era distinta la concepción de combate entre un legionario romano y un infante galo. La diferencia fundamental estribaba en las armas de filo. El legionario usaba una espada corta que servía tanto para clavar de punta como para cortar; en cambio, la espada larga de los galos debía ser blandida en forma tajante. El uso del escudo era inversamente complementario. El scutum romano servía para empujar de frente y herir desde abajo. Los escudos de los galos, siendo más ligeros, les permitían moverse en forma rápida y atacar con gran ímpetu, descargando antes del combate una lluvia de jabalinas hasta que comenzaba su especialidad: el trabajo de espada, donde intentaban hacer prevalecer su potencia física y su entusiasmo inicial.

La costumbre celta de despojarse de vestimenta, dejando el torso desnudo, probablemente influyera en la agilidad de sus movimientos y en aminorar la fatiga en la esgrima de la espada. Los galos de zonas montañosas acostumbraban combatir en orden más suelto que sus vecinos de llanuras abiertas, por ello, su talón de Aquiles fue la falta de buenas infanterías en orden abierto o de exploradores, aunque no eran ignorantes del arte de la emboscada.

Las mallas o armaduras de anillos de hierro, eran portadas por los nobles y especialmente por la parte más importante de la caballería. Los jinetes celtas combatían en forma parecida a su infantería, sólo que las lanzas reemplazaban a las jabalinas y sus escudos con larga spina central, con o sin refuerzo metálico, eran redondos. En este período los galos casi no hicieron uso de los carros.


Friday, March 26, 2010

En este episodio podemos apreciar la disciplina de los griegos y la aceitada combinación de maniobras y tropas ligeras para cruzar sus bagajes entre dos cuerpos de hoplitas. Es notoria la ubicuidad de la infantería ligera en sus maniobras hacia ambas márgenes del río, y la velocidad y vivacidad de los jóvenes hoplitas de Jenofonte. El mérito es aun mayor si pensamos que tenían un enemigo hostil en el frente (que incluía armas arrojadizas y caballería) y la franca posibilidad de un ataque de los temibles kardaces por la retaguardia. La sincronización de los movimientos tácticos y el manejo psicológico que hizo Jenofonte de la situación hubiesen enorgullecido a su maestro Sócrates, de haber estado presente… Los griegos sorprendieron luego a Tiribazo, que mandó una tropa de calibes y taocos. Pero había tropas persas en la cercanía, pues capturaron a un infante de este origen armado con “arco persa, un carcaj y un hacha como las que llevaban las amazonas”. Se enteraron por él de un ataque inmediato y tuvieron la suerte de sorprender al enemigo. Este episodio es interesante pues reafirma la identidad de equipos que se atribuye a persas y amazonas en los vasos griegos, convalidándolos como fuentes. No fueron los hombres sino las montañas y la nevada constante las que convirtieron a los griegos en una tropa realmente vulnerable. Jenofonte, cual un padre solicito, recorrió las filas alimentando a los soldados más desfallecientes, que él dice afectados por la “bulimia” o “hambre de buey”. También lo vimos poniéndose a cortar leña desnudo sobre la nieve, por la mañana, para dar ánimos a sus tropas extenuadas. Salvar la moral de estas tropas mal calzadas (con sandalias de piel de buey improvisadas sobre la marcha) y decaídas por el frío, fue más que una hazaña. Allí los jóvenes de la retaguardia lograron espantar también una carga del enemigo que los perseguía. En el grito de guerra participaron inclusive los heridos y enfermos, quienes deberían quedar sobre el camino esperando que los auxiliaran.
Para su fortuna, los griegos lograron asilo en una aldea con casas subterráneas, donde fueron bien acogidos por los temerosos armenios. En esta región conocieron unos caballos más pequeños que las magníficas razas persas y aprendieron también el truco de envolver los cascos de sus cabalgaduras y acémilas (animales de transporte) con saquitos, para que los mismos no se hundieran en la nieve.
Luego de una semana larga de descanso, los griegos, tras nueve etapas de marcha, se enfrentaron con una tropa de “calibes, taocos y fasianos”. Mediante un ataque nocturno, ocuparon los griegos una elevación que flanqueaba la posición elevada del enemigo y luego, al día siguiente, los vencieron combinando ataques por el frente y el flanco. En el país de los taocos se vieron en la situación de atacar una posición montañosa desde donde se les cortó el paso con avalanchas de piedras. Jenofonte sugirió la estratagema de hacerse ver y esconderse entre los árboles, para obligar al enemigo a consumir su munición de piedras. Cuando esto ocurría y atacaban la cima, los griegos vieron con horror el suicidio de hombres, mujeres y niños que se arrojaban al vacío. De estos rudos montañeses consiguieron el ganado suficiente como para poder mantenerse en pie. Siete semanas más tarde se enfrentaron a cálibes que Jenofonte describió con una coraza acolchada de lino que los cubría hasta el vientre, con cuerdas entrelazadas a modo de pterugues y lanzas de unos seis metros de largo, verdaderos ejemplos de picas semejantes a las futuras sarissas de Alejandro. Usaban estos nativos unas dagas curvadas como las de los espartanos, y también cascos y grebas. No se hizo mención de escudos, lo que era natural para poder empuñar bien la lanza con ambas manos. Evitando atacar los lugares fuertes, los griegos recorrieron y devastaron el país de los escitenos, a quienes capturaron unos veinte escudos de mimbre recubiertos con pieles de buey peludas y sin curtir. Es en esta región donde los que marchaban a re Laguardia sentían un gran griterío y acudían sobresaltados en ayuda de la vanguardia. No había ataque alguno, los griegos deslumbrados ante la costa no hacían más que gritar:
-¡El mar, el mar…!
Llenos de entusiasmo, levantaron un túmulo con bastones, pieles de buey y escudos de mimbre capturados. Con este episodio podemos dar por terminada “la retirada” y los Diez Mil entran en contacto con el mundo griego: las contrataciones, alianzas, maltratos de sus hermanos de raza e indisciplinas serían dignos de varios capítulos de comentarios. Al volver a su condición de mercenarios, no terminan las aventuras y las desventuras de los Diez Mil, aunque sí su asombrosa marcha de ocho meses (según marca una interpolación posterior a Jenofonte, puede que haya sido un poco menos), y un largo recorrido de 620 pasarangas. En este segundo caso la interpolación es correcta; según Herodoto, la pasaranga correspondía a una distancia de 5 kilómetros y medio de camino, sirviendo también como unidad de tiempo para marcar el recorrido realizado en el transcurso de una hora. En su gigantesco raid circular en tierras hostiles y desconocidas, recorrieron 6.410 kilómetros. Esto marcó un mejor conocimiento de la región y dejó también al descubierto la debilidad estructural del imperio persa para resistir a una fuerza bien organizada, constituyéndose en un modelo a escala reducida de las grandes campañas de Alejandro el Grande. Los mercenarios se van desligando de su líder-filósofo. Es Seutes, un griego empeñado en asentar su poderío en Tracia, quien contrata a los mercenarios que quedan. Seutes envió a unos prisioneros tracios a las montañas para amenazar a los demás diciendo que si no bajaban quemaría sus aldeas. Bajaron mujeres, niños y ancianos, y los más jóvenes acamparon al pie de la montaña. La tarea de capturarlos correspondió a Jenofonte con los hoplitas. La mayor parte de los tracios volvió a escapar a la montaña y los que Seutes capturó de estos fueron muertos. Jenofonte narra el episodio y aparece en tercera persona sólo como jefe de los hoplitas. Los mercenarios vuelven a cambiar de jefe, y se alistan al servicio del espartano Tibrón: esta vez se van a enfrentar a los sátrapas persas Tisafernes y Parnabazus: sus viejos enemigos. Antes de separarse del grupo cumple el autor una importante tarea “gremial” cuando, sin reclamar nada para sí, consigue que pague el reticente Seutes las soldadas que adeudaba a los mercenarios. El empobrecido Jenofonte recibe de éstos tantos regalos, que luego se encuentra en condiciones hasta de favorecer a otro.

Wednesday, March 24, 2010

Los griegos se internaron más entre los carducos (¿kurdos?) para poder llegar hasta Armenia, y se abastecieron sobre la marcha, mientras los persas trataban de impedirlo y los nativos los hostigaban con arcos y con hondas. Aquí aparece un interesante testimonio de lo que podía llegar a hacer una flecha: “Entonces murió un hombre valiente, Cleómenes de Laconia, alcanzado por una flecha que le atravesó el escudo y la coraza, penetrándole en el costado y también Basias de Arcadia, con la cabeza atravesada de parte a parte”. Jenofonte dice que los arqueros enemigos tensaban sus arcos, largos, de tres codos, con la ayuda del pie izquierdo, y que las flechas, largas, de más de dos servían como jabalinas. A pesar de las violentas luchas y de haber dejado a todos los prisioneros por el camino para apurar la marcha y ahorrar provisiones, les costó a los griegos muchos combates y bajas atravesar esta región de colinas, con “tantos males cuantos ni siquiera habían recibido del Rey ni Tisafernes juntos.” No sólo llevaban a sus espaldas a los naturales, que saquearon la retaguardia; hacia Armenia les cerró el paso un río, y en la margen contraria se encontraron los jinetes armenios y mercenarios caldeos, con escudos de mimbre y lanzas. Los griegos flanquearon el río por un vado descubierto por casualidad. Los persas los siguieron con la caballería. Jenofonte organizó una contramarcha con los hoplitas más jóvenes, como para hacer creer a los jinetes que les quería cortar la retirada. Cuando los griegos del destacamento principal llegaron a la orilla, se formaron y dejaron sus armas en el suelo. El jefe Quirísofo se desnudó, luego lo hicieron los demás, a continuación recogieron sus armas y las compañías se dispusieron a avanzar en línea recta. Mientras los adivinos sacrificaban, los griegos entonaban su peán y daban sus gritos de guerra, con el pintoresco acompañamiento de las hetairas o prostitutas del campamento. En ese momento comenzaron a llover, sin efecto, flechas y piedras de honda. La caballería enemiga se había retirado a una elevación para evitar el envolvimiento sugerido por la treta de Jenofonte; los griegos triunfaron precedidos por peltastas, honderos, arqueros y jinetes, quienes aseguraron el cruce hasta que avanzaran los hoplitas, los que terminaron dominando las alturas. Mientras se efectuaba el cruce de los últimos bagajes, Jenofonte regresó con los hoplitas jóvenes: ahora eran los carducos quienes podían amenazar la retaguardia griega. Jenofonte formó a sus hombres en columna, pero con los pelotones o enomotías desarrolladas como falanges: su fondo hacia el lado del río y el frente hacia el flanco amenazado por el enemigo, que los hostigaba desde la retaguardia. Crísofo le envió nuevamente a los incansables infantes ligeros de avanzar solamente en cuanto la falange puesta de flanco diese frente al río por la retaguardia de los pelotones y comenzase el cruce. Mientras tanto los falangistas, en cuanto entraron en zona de amenaza de piedras y flechas de los carducos, giraron sobre el flanco derecho, entonando el peán para ahuyentar a los enemigos. En cuanto los atacantes dieron media vuelta, los hoplitas obedecieron al trompeta, quién les ordenó dar frente hacia el río conducidos por los jefes de retaguardia, y por Jenofonte, que les dio a sus jóvenes la instrucción de cruzar a la carrera.

Saturday, March 20, 2010

El relato de este combate es casi una copia del anterior: los persas vuelven a girante la carga entusiasta de los hoplitas, quienes solamente se detienen cuando divisan la caballería del enemigo que se reagrupa sobre una colina. En ese momento es cuando Jenofonte escribe que los hombres decían ver la enseña real: una especie de águila de oro, con las alas desplegadas, puesta en la punta de una lanza. Dada la distancia, es posible que el águila no fuese más que la imagen de Ahura-mazda, con alas desplegadas a sus costados. Los griegos avanzaron tenazmente hacia la colina, donde finalmente pudieron descansar, ya que los jinetes ni siquiera se molestaron en combatir. Quizás este desinterés fuese porque los persas conocían la situación mejor que los griegos invictos. Los griegos estaban virtualmente sitiados por falta de provisiones. Entonces se produce la primera negociación en la que Arieo (el jefe de la caballería de Ciro) actúa como mediador junto a Tisafernes y piden a los griegos que entreguen pacíficamente su armamento, ya que el pretendiente al trono ha muerto y todos los persas reconocen como rey a su hermano. Con lógicas razones, los griegos se niegan a entregar las armas, y se establece una tregua que solamente se considerará rota en el caso de que los “Diez Mil” avancen o retrocedan. De esta gente fueron solamente 300 tracios de a pie y 40 jinetes quienes se pasaron al bando persa durante la noche. Se inicia la retirada de los Diez Mil. El ejército griego, en formación compacta, “huye hacia adelante” y se dirige la épica retirada hacia el lado de Babilonia. Se encuentran con los canales de irrigación llenos de agua por los persas para retrasarlos, ya que deben forrajear y vivir sobre el terreno. Esta necesidad de abastecerse fue la que hizo que los griegos no retornasen por el ya devastado camino de ida. Luego cruzaron el Tigris en un puente de barcas y el enemigo los proveyó parcialmente para evitar saqueos, invitándolos a una reunión de negociaciones. Pese a alguna desconfianza, cinco estrategas, veinte capitanes y doscientos hombres marcharon hacia el campamento para proveerse y negociar. Ninguno regresó vivo, excepto uno que sostuvo sus vísceras expuestas por un tajo en el abdomen y avisó de la traición de los persas. Luego se les presentó a los mercenarios su ex aliado Arieo, que quiso parlamentar y nuevamente intentó que entregaran las armas. Los comandantes griegos le reprocharon su traición y retuvieron firmemente su armamento, en verdad única garantía de salvación. Entre estos jefes sobrevivientes se encontraba Jenofonte, quien tomó la voz cantante y quedó como líder emergente. Los griegos comenzaron a marchar hacia el país de los cardaces (actuales kurdos) y fueron bordeando el Tigris. Los hostigaron jinetes, arqueros y honderos a pie, pero sin entrar en el rango de las flechas de los arqueros de Creta que intentaron ayudar a los peltastas. Jenofonte reconoció la importancia de las tropas ligeras: entre sus soldados había numerosos rodios. Por una paga extra se los reclutó como honderos y se construyeron hondas y balas de plomo para poder mantener a distancia a los hostigadores. En principio los griegos marcharon en cuadro, con los bagajes y las mujeres en el centro; los arqueros y honderos hacían también fuego desde allí. Ideal para la defensa, el cuadro era incómodo para la marcha. Pronto fue sustituido por un rectángulo, con las tropas ligeras afuera, lo que les permitió a los griegos pasar fácilmente a columna para atravesar zonas estrechas, y aun a línea sobre flanco, en caso de darse una situación de batalla. Debido al hostigamiento persa con armas arrojadizas, se hizo necesario ocupar las zonas elevadas que dominaban los pasos y caminos. Jenofonte lideró una carga con los peltastas y los hoplitas más jóvenes hacia una altura que el enemigo no había ocupado todavía. En la carrera a la altura, los hoplitas ekdromoi llevaban equipo aligerado, ya que el autor protagonista confesó que, debido a su pesada coraza de jinete, se encontraba agobiado. Los griegos habían formado una pequeña caballería a instancias del propio Jenofonte; es importante destacar que éste asocia la armadura con el equipo de jinete. Los griegos llegaron a la cima antes que el enemigo. Las tropas ligeras trabajaron extra en la retirada; pues continuamente flanqueaban las colinas y las despejaban para cubrir el avance de la fuerza principal.

 

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